BY MARTHA ZEIN
Me divierten las coincidencias, retuercen mi inteligencia, agudizan mi ingenio y me hacen más niña. Este viaje comenzó en las horas previas a la noche de San Juan. Dejamos el puerto precisamente cuando este lado del planeta celebra el solsticio de verano, es decir, el día más largo del año ¿Qué mejor manera de rebañar la luz que en un barco solar?
Partimos hacia el norte/noreste, lamiendo la costa, con el único objetivo de abandonar el ruidoso puerto de Alicante, donde los ninots esperaban arder en la hoguera. Lo primero que hago es tomar conciencia de donde estoy. Este catamarán no va a vela. No es que no lo supiera, es que supone una navegación distinta, una forma de estar distinta y, por tanto, para mí, una nueva forma de percibir el mundo. No tengo que izar o arriar el velamen, ni atender a los cabos, ni hacer nudos… El trabajo a bordo se reduce a la mitad para una marinera, El viento, sin embargo, afecta, más que a cualquier embarcación porque nuestro motor no está hecho para vencer a la naturaleza. Quiero decir que este siglo un motor confiere a un barco un potencia y velocidad que le permita superar corrientes, afrontar vientos, comer millas… superar las barreras, pues, que puedan ofrecerle el viento y el mar. En cambio, en un barco solar el asunto es más sutil. Digamos que se trata de un juego de estrategia en el que no sólo se tienen que considerar las fuerzas del agua y del aire sino también la autonomía y la potencia que nos confiere el sol.
“Con menos velocidad puedes ir más lejos, pero necesitas más tiempo”, me explica Toni (a partir de hoy, y durante varias semanas, el capitán). Me gusta la frase, me parece un buen principio. Sonrío. Cierro los ojos.
El timón se me figura como un reloj… sin horas
En un catamarán las olas se toman de otra manera. Cuando uno de los cascos acaba de subir una, el otro comienza su turno. Nos llegan de proa y por estribor. Intento contar cuántas subimos, es difícil. El juego este año será otro. Erguida en el medio, mirando el horizonte, siento estar subida a una enorme grupa de camello. Avanzamos trazando círculos. Sí, este barco solar tiene caderas de hembra.
Busco en ellas un rincón propio, ese lugar en el que escribiré o leeré o me perderé dentro. Mi habitación propia, aunque no tenga paredes, aunque se levante en el alféizar de una ventana. A diferencia de un velero, la planta de esta nave es amplísima: unos 60 metros cuadrados, cubiertos por un tejado hecho con 48 placas solares, que se levantan a unos dos metros y medio de nuestros pies. Podría parecer que tengo donde elegir, sin embargo, no es así. Soy friolera y las placas no sólo nos dan sombra sino que absorben también la energía calorífica que pudiéramos desprender…
Por otro lado, pensando en la ligereza, el diseño es de una austeridad indescriptible. En este barco no hay más que lo estrictamente necesario, ni una curva de más, ni un rincón sin sentido. Ningún elemento que distraiga. Conclusión: seré nómada dentro de este espacio. Iré allá donde el sol me lleve incluso en la más mínima expresión de la palabra. Me retorceré como los girasoles. De repente miro mis pies y tomo conciencia que este verano apenas tendré sombra y así, encandilada con la idea, me dejo llevar.
Como decía, me gusta jugar con las coincidencias, al escondite, al corre corre que te pillo, a adivina-adivinanza… Porque dan sentido a los hechos más nimios, me arrancan el asombro cuando menos me lo espero y me hacen pensar en otras palabras largas, como las sinergías y las sincronías. Navegamos en un barco solar el día del solsticio y esto me despeina, como el viento que se acanala entre el techo y la cubierta. Siento que viajo en un agujero, en medio de la O del sOl.
El Apatiki, con las velas plegadas, compitiendo con la luna
A medida que nos alejamos de la costa, vamos enmudeciendo, como si navegáramos al mismo tiempo hacia nuestro interior. Además, este barco es silencioso (quizás la suya sea una austeridad monacal). El motor apenas es un rumor que se camufla con el viento. Vamos a unos tres nudos. El aire, el mar y el sol es lo que quieren. Es decir, la tierra se mueve ante nuestros ojos a unos cinco kilómetros por hora. Nos vamos alejando de ella casi a ritmo humano. Mas lejos equivale a más profundo y no me refiero al agua sino al pensamiento. No me extraña que la melancolía se pinte de azul. Sin embargo la introspección este año tendrá un límite: haremos una navegación costera. No habrá olvido de tierra, no habrá horizonte por todas partes, esta vez el azul teñirá el paisaje, con todas sus urbanizaciones dentro.
Al doblar el cabo que nos lleva a la bahía de Altea, nos encontramos con otro catamarán con doble vela. Se trata de un diseño especial llamado Tiki 46. Cada casco lleva su propia vela, que se abre en abanico, como las de un junco, de modo que le da un aspecto de insecto. Distinguimos su nombre, “Apatiki”. El dueño nos saluda. La luna redonda empieza a tomar sitio a su lado.
El capitán apunta en el cuaderno de bitácora lo que es debido y yo, la marinera, abro el mío. La primera frase que escribo es: “Para fijar la posición de este barco es necesaria una tercera coordenada; a la Latitud y la Longitud se añade la Lentitud…”
Pero de eso ya hablaré mañana. Prefiero perderme en otra idea: amarrados a una de las boyas cercanas a la playa, vemos cómo se funde el sol por estribor mientras, por babor, se enciende la nit de San Juan. En algún rincón comienza la música. Volvemos al silencio. Estamos allí donde miran las parejas que se besan frente al mar, en el horizonte.
Encendida noche de San Juan, en ALtea